3. El gen, el código y el dogma central sobre el flujo de información



En su hipótesis provisional de la “pangénesis” publicada en 1868, Charles Darwin acuñó el término gémulas para describir las unidades físicas que determinaban la naturaleza o la forma de cada parte del cuerpo y que ellas podían responder de un modo adaptativo al ambiente que rodeaba al individuo; es decir, en la forma de caracteres adquiridos (Darwin 1868). En la concepción original propuesta por Darwin, cada parte diferenciada del cuerpo era capaz de generar sus propias gémulas (o “genes”). Más tarde, Francis Galton propuso que las gémulas se reunían en la sangre y que subsecuentemente éstas pasarían a las células germinales; sin embargo, después de experimentos fallidos, el mismo Galton admitió que no había logrado encontrar evidencia que sustentara est hipótesis y por lo tanto se presumía incorrecta (discutido por Gould 2002). En 1863, August Weisman, un discípulo de Darwin, se opuso al concepto de gémulas y a la herencia de caracteres adquiridos. En su tratado del “Germoplasma: una teoría sobre la herencia”, Weisman propuso que los seres vivos estaban formados por dos tipos de sustancias, el somatoplasma y el germoplasma (discutido por Gould 2002). De acuerdo con esta idea, el germoplasma (la sustancia que contenía las gémulas) proporcionaba continuidad entre generaciones sucesivas de individuos, mientras que el somatoplasma formaba la esencia de los tejidos corporales. En desacuerdo con la teoría de la pangénesis, el germoplasma no derivaba del somatoplasma, ni se formaba de nuevo en cada individuo, sino que era una sustancia que proporcionaba “un puente continuo” entre generaciones sucesivas. Es decir, el germoplasma no sólo antecedía al somatoplasma en la diferenciación de los individuos, sino que los determinaba. Sin duda las ideas de Weisman constituyen un avance importante que condujo posteriormente a una interpretación más moderna de los caracteres hereditarios concebida al principio del siglo XX.


Fue precisamente bajo este panorama en el que se llevó a cabo el trabajo medular de Greogor Johan Mendel entre 1856 y 1865. Este trabajo fue ignorado durante 35 años y rede- scubierto por científicos Austriacos, alemanes y holandeses en 1900; especialmente por Carl Correns, Hugo Vries, y Eric von Tschermark (Stubbe 1972). En su trabajo, Mendel ex- plicaba que los padres poseían dos factores, pero que solo un factor de cada padre pasaba a cada hijo de la próxima generación. Y Mendel con- cluyo magistralmente en su trabajo publicado en 1865: “La ley de combinación de los caracteres diferentes que en última instancia gobierna el desarrollo de los híbridos, tiene su fundamento y explicación en el principio que enuncia que los híbridos producen células femeninas y células masculinas, las que en números iguales representan todas las formas constantes que resultan de la combinación de los caracteres que se conjugan en la fertilización” (Mendel 1865). Actualmente los “factores” de Mendel se conocen como “genes”, que en términos generales se estiman como los entes heredables responsables de imprimir los caracteres fenotípicos (realización visible del genotipo) en los individuos.

En 1910 Thomas Hunt Morgan, junto con uno de sus estudiantes, Alfred Sturtevant, propusieron la idea de que los genes estaban dispuestos en una especie de rosario (Morgan 1933). De esta manera algunos genes estaban próximos a otros genes, mientras que otros más estaban alejados; incluso algunos de ellos parecían estar en un "rosario" diferente. Se decía que un gen estaba “ligado” a otro cuando éstos tenían la tendencia de heredarse juntos en la próxima generación, mientras que aquellos que se heredaban independiente se suponían como “separados”. Este concepto de genes ligados o separados fue el inicio de lo que hoy conocemos como mapeo genético. El problema que permanecía en ese momento era definir cuál era la localización y la naturaleza de los genes. Por muchos años los biólogos habían visto a los cromosomas (es decir, cuerpos coloreados) en las células en división, determinado que eran parte del núcleo y especulado que era precisamente en los cromosmas en donde residían los genes. Sin embargo, no fue hasta 1927 que Herman Muller demostró que los rayos X podían dañar a los cromosomas de las moscas de la fruta causando cambios que repercutían en el fenotipo y que posteriormente se llamaron mutaciones, las que además podían heredarse, De este modo se estableció el concepto de que los genes estaban localizados en sitos específicos de los cromosomas (Muller 1946).

Las proteínas, polímeros construidos por cadenas de cientos de aminoácidos (hay un total de 20 aminoácidos, los que se pueden combinarse linealmente en múltiples formulas), constituyen los bloques sobre los cuales se montan la mayoría de las estructuras celulares e integran un ejército de moléculas que se encargan de una gran cantidad de funciones en los organismos. Así, la hemoglobina es la proteína que acarrea el oxígeno que respiramos, los anticuerpos son las proteínas encargadas de la defensa contra organismos invasores, la tubulina forma parte del esqueleto de las células y las enzimas se encargan de convertir los alimentos en energía, tan solo para mencionar algunas pocas funciones (Alberts 2014). Debido a la diversidad e importancia de las proteínas, no era de extrañar que una de las funciones primordiales que se suponía cumplían los genes fuera la de controlar la producción de estas moléculas. Esta conjetura se consolidó cuando George Beadle y Edward Tatum en 1941, demostraron que las proteínas de ciertos hongos eran controladas por los llamados genes (Beadle 1948; Tatum 1958). Estos investigadores inicialmente acuñaron el concepto de “un gen una enzima”, el que posteriormente evolucionó al concepto de “un gen una proteína”, al demostrarse que no todos los genes codificaban por enzimas sino también por proteínas estructurales, entre ellos la hemoglobina y algunos grupos sanguíneos descritos años atrás por Landsteiner y Levin (Landsteiner 1945). En 1948, Beadle imaginó a los genes como “unidades irreducibles de la herencia presentes en plantas, en animales, en seres unicelulares y en virus, organizados en hebras cromosomales dentro del núcleo”, los que “probablemente eran nucleoproteínas que servían como modelo y patrones de copia para generar nuevos genes y los que a su vez producían proteínas no génicas [hechas de un material diferente a las nucleoproteínas] que mantenían la configuración correspondiente a los genes que servían como patrón” (Beadle 1948).

En 1944 se dio un descubrimiento medular, cuando un grupo de investigadores liderado por Oswald Avery (al que increíblemente no se le otorgó el premio Nobel), determinó que el ADN extraído de bacterias virulentas (tipo S) causantes de la neumonía, era la molécula capaz de transformar bacterias inocuas (tipo R) en virulentas, es decir transformarlas de tipo R a S, demostrando así que el ADN, y no otras moléculas como las proteínas, eran las responsables de transmitir esta propiedad (Avery et al. 1944). Sin embargo la concepción del “gen” de Beadle y Tatum permaneció vigente por muchos años, incluso después de las propuestas sobre la estructura del ADN publicada en Nature el 25 de abril de 1953. La única diferencia de esta nueva concepción del gen era que se sustituían las “hebras cromosomales” y “nucleoproteínas” por genes “organizados en hebras de ADN que sirven como patrones de copia”, o como sutilmente lo expresaron Watson y Crick en su artículo lapidario “No ha escapado a nuestra atención que el apareo específico [de nucleótidos en la doble hélice] que hemos postulado inmediatamente sugiere un posible mecanismo de copia del material genético”. De este modo se consolidó el concepto de que el ADN era la molécula depositaria de los genes y que estos codificaban mediante una secuencia precisa a todas las proteínas.


La década de los años 60 que siguió, se caracterizó por con- solidar y afinar estas ideas, dándoles un matiz más mole- cular. Uno de los trabajos cien- tíficos sobresalientes fue el que publicaron en 1960 Gobind Khorana y Marshall Nirenberg, los que postularon que el código genético, compuesto por diferen- tes secuencias de nucleótidos en el ADN identificados por cuatro letras (A, T, C, G), se leía en tripletas y que cada una de esas tripletas a su vez correspondía en una sección específica (aminoácido) de la proteína. Así, por ejemplo la tripleta GCA codificaba por un aminoácido específico, la TGG por otro y así sucesivamente. Tres tripletas juntas  como GCA-GGA-TGG se traducirían (eventualmente a nivel del ARN mensajero) como alanina-glicina-triptofano y así sucesivamente, hasta formar la cadena de proteína. Ese código genético no es un mensaje en sí mismo, sino un diccionario usado por la maquinaria celular para transformar el abecedario de cuatro letras del ADN en un mensaje coherente establecido en grupos de tripletas. El código de tripletas expresado por una colección de 64 “signos”, muchos de ellos redundantes, es lo que se conceptualizó como el “código universal” ya que básicamente se presumía que era el mismo para todos los organismos estudiados hasta entonces (Crick, 1966; Nirenberg 1968). Sin embargo como se verá más tarde este concepto ha variado, y el “código universal” no lo es tanto.
 

En 1961 François Jacob y Jacques Monod, dos investí- gadores del Instituto Pasteur en Paris, postularon la existencia de una molécula intermediaria, la que era encargada de tras- mitir el mensaje del ADN nu- clear al citoplasma (Jacob y Monod 1961). Ellos se basaron en el hecho de que las pro- teínas se sintetizaban fuera del núcleo de la célula, en lo que se conoce como citoplasma. No pasaría un año sin que la propuesta de Jacob y Monod fuera comprobada por un cúmulo importante de científicos, entre los más destacados Jerard Hurwitz y John. J. Furth, los que descubrieron la existencia de una molécula de ARN mensajero de vida corta en el citoplasma de las células. Esta molécula, estructuralmente prima del ADN, correspondía a un transcripto o copia del patrón de ADN. En última instancia las tripletas del ARN mensajero (y no las del ADN), eran las  leídas en los ribosomas citoplasmáticos fuera del núcleo. En los ribosomas el mensaje llevado por  ARN  era traducido  en una proteína la que eventualmente realizaría alguna función específica dentro de la célula (Hurwitz y Furth 1962). La correspondencia entre el código genético compuesto por tripletas y la secuencia de aminoácidos de las proteínas fue finalmente demostrada experimentalmente en 1964 por Yanofsky y colaboradores (Yanofsky et al. 1964). Una diferencia importante es que en el ARN no existe T (timina), sino que su lugar lo ocupa la U (uracilo), aunque con propiedades semejantes. De ese modo la tripleta TGA del ADN se transcribe como UGA en el ARN y ella posteriormente se lee en la maquinaria de traducción (ribosomas) para sintetizar el aminoácido de la proteína como triptofano. Ese flujo de información ADN => ARN => proteína, se estableció por mucho tiempo como el “dogma central” sobre el que descansaba la concepción del gen (Yanofsky 1967).Pagina previa - Siguiente pag.

 

 
 

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