5. La disgregación del gen

Durante la primera mitad de los años setentas, la biología molecular se consolidó como una disciplina respetable. Hasta entonces la mayoría de los trabajos que definían al gen se habían hecho con bacterias que habitan el intestino y sus virus (bacteriófagos), modelos relativamente simples que permitían una manipulación muy versátil. Así los trabajos de François Jacob, Jacques Monod, Andre Lwoff, Elie Wollman, Robert S. Edgar, R. H. Epstein, Symour Benzer, Johon C. Fiddes, Max Delbrük, Alfred G. Hersey, Salvador E. Luria, Tom Maniatis, Mark Ptashne, Roy Britten y David E. Kohone (síntesis de sus trabajos se pueden revisar en Genetics 1981; Nobel Lectures 1960-1975), solo para mencionar a unos de los más sobresalientes, fueron esenciales para definir en detalle la estructura del gen. Para entonces era claro que no todos los genes estaban inscritos o codificados en el ADN, sino en algunos casos podían estar en el ARN. Además algunos genes de ADN generaban copias de ARN cuya información no se traducía en proteínas y que servían para funciones diferentes, principalmente como componentes de la maquinaria de traducción (por ejemplo ARN de transferencia y ARN ribosomales). También se había determinado que existían secuencias cortas y otras de tamaño variable en el ADN cuya función era la de iniciar, interrumpir o promover la transcripción, sin que fueran traducidas en ningún producto, es decir sin necesidad de que se expresaran. Términos como conglomerado de genes, pseudogenes, genes silenciosos, genes pleiotrópicos, genes letales, genes esenciales, genes de lujo, genes repetidos, genes saltarines, genes reporteros, genes huérfanos, oncogenes, corresponden apenas a unos pocos distintivos que se utilizan para designar a diferentes clases de entidades definidas de acuerdo a una función determinada y las que no necesariamente terminan en un producto como una proteína o ARN.
 
A pesar de esa diversidad, la definición del gen que predominaba a mediados de la década de los años setenta y que aparecía en la mayoría de los libros de texto especializados de esa época, era una concepción más amplia aunque también más ambigua, generalmente entendida como “regiones compactas de ADN o ARN responsables de la transmisión de los caracteres hereditarios mediante la especificación de una proteína, de un ARN no traducido o mediante el control de una función determinada” (Strickberger 1974). Es importante señalar que las definiciones del gen de esa época se basaban principalmente en lo que se conocía de la estructura genética de los virus y las bacterias, entidades que poseen genomas muy compactos. Incluso mucha de la información genética se concebía en forma de “operones”, unidades funcionales constituidas por grupos de genes que se expresaban y se regulaban de una forma armoniosa (Jacob 1965). Sin embargo, estudios de mapeo genéticos en células eucariotas  indicaban que genes que formaban parte de una misma proteína, o que realizaban funciones afines, podían estar muy separados o incluso en diferentes cromosomas (Brack y Tonegawa 1977), lo que obviamente interfería con la concepción de genes como “unidades compactas”.
 
El desarrollo de dos herramientas experimentales importantísimas sería lo que vendría a resolver esta disyuntiva. La primera de ellas fue el advenimiento de la ingeniería genética (también conocida como tecnología del ADN recombinante), iniciada tímidamente en los años setentas por Warner Arber, Daniel Nathans y Hamilton Smith, los que descubrieron que el ADN se podía cortar en sitos específicos por medio de ciertas enzimas llamadas de “restricción” y al concurso de un número enorme de investigadores que durante las siguientes décadas permitieron manipular al ADN introduciéndolo y expresándolo en diferentes sistemas celulares (para una revisión comprensiva sobre la historia de la ingeniería genética se recomienda el trabajo de Cohen 1985). La segunda fue el desarrollo de métodos eficientes de secuenciación del ADN ejecutados por Frederick Sanger y Walter Gilbert, los que se empezaron aplicar extensamente a finales de los años setentas (Maxam y Gilbert 1977; Sanger et al. 1977) y con más éxito en las décadas posteriores, hasta desembocar en los proyectos de secuenciación completa de genomas de muchos organismos, incluyendo el de los humanos (http://www.ncbi.nlm.nih.gov/sites/genome).
 
Cuando los primeros genes de vertebrados que codificaban por proteínas como los anticuerpos, las hemoglobinas y la albúmina de huevo fueron secuenciados posteriormente a su manipulación por técnicas de ingeniería genética, una nueva estructura de genes emergió en el panorama (Brack y Tonegawa 1977; Breathnach et al. 1977; Tilghman y Gross 1985). Esa clase de genes no se leían seguidamente en forma coherente como en las bacterias, sino que estaban intervenidos por secuencias de tamaño variable de ADN sin sentido. Esto equivale a decir que mientras una palabra como “incongruente” se leería como tal en bacterias, en los animales se leería como “inshgdiftconyeuytslgruenqafvnte”, en donde la negrita corresponde a las regiones con sentido (llamados exones), mientras la cursiva corresponde a las secciones sin sentido (llamados intrones). Se determinó que los exones podían estar separados por uno, dos, tres o por más de 50 intrones. Algunos exones estaban tan separados los unos de los otros que daban la impresión de estar en cromosomas diferentes (y de hecho así ocurre en algunos sistemas). En otros casos, los genes estaban contrapuestos en las hebras de ADN, mientras que en algunos otros se leían “inversamente” o bien en hebras alternativas (hay que recordar que el ADN tiene dos hebras antiparalelas y que ambas pueden almacenar información). Incluso la lectura de los genes se modificaba por sistemas de copia singulares que introducían variaciones del orden de ciento de miles o de millones de posibilidades; o bien un mismo gen se podía leer de varias maneras modificando el marco de lectura, como si la palabra “herrar” se convirtiera en “errar” con tan sólo iniciar la lectura por delante de la “h”; o más dramáticamente, como si la palabra “árbol” se convirtiera en “peces”, diversificando de esta manera la información contenida en una misma secuencia de ADN. Otro aspecto que se descubrió fue que muchos genes estaban repetidos, o bien tenían pequeñas diferencias y podían combinarse más o menos de una manera azarosa, aumentando de ese modo su variabilidad y versatilidad. Al mismo tiempo, se demostraron sistemas de recombinación y acercamiento a nivel del ADN que permitían reorganizar secuencias de palabras genéticas que estaban muy alejadas para que fueran leídas correctamente (Brack y Tonegawa 1977; Tonegawa et al. 1978). Algo que aumento la espectacularidad sobre la transmisión de la información fueron los sistemas genéticos en los que intervenían los llamados genes saltarines o transposones, sistemas que no siguen las leyes mendelianas de la herencia (McClintock 1983). Ciertamente estas no son las únicas posibilidades y hay mucho más en el horizonte (Aleberts 2014).
 
Concomitantemente al recono- cimiento de la diversidad de estructuras genómicas, se die- ron descubrimientos que expli- caban cómo esta multiplicidad de construcciones podían expre- sarse. Los análisis de algunos sistemas virales de animales realizados a finales de los años setentas (Berget et al. 1977; Chow et al. 1977; Gilbert et al. 1978) resolvieron como los transcriptos de ARN mensajero, que incluían tanto los intrones como exones originalmente codificados en el ADN, eran procesados para concluir en mensajes coherentes los que posteriormente podían traducirse en proteínas (Gilbert 1980). Incluso, el mensaje copiado en forma de ARN podía ser modificado y reeditado, de tal manera que el significado original inscrito en el ADN no correspondía al copiado (Brennicke et al. 1999). Aun más, la proteína podía a su vez ser modificada de tal manera que su secuencia final no correspondía a los exones del ADN (Blobel 1981). Usando el símil anterior: la secuencia de ADN “inshgdiftconyeuytslgruenqafvnte, sería procesada a nivel de ARN en “incongruente” y subsecuentemente, a nivel de la proteína, se removería la prefijo “in” para generar “congruente”. En algunos casos este producto (la proteína) podría aun sufrir otro tipo de modificaciones no codificadas estrictamente en la secuencia del ADN, lo que sería el equivalente a incluir el sufijo “-mente” así generando “congruentemente” como producto final. En otros casos la proteína terminada podría ser dividida en dos o más segmentos, eliminando regiones de la misma y todavía modificar a una de ellas generando funciones diferentes. Usando el mismo ejemplo, “congruente” podría ser procesada en dos palabras: “con" y "ente" con significados totalmente diferentes al menaje original, simplemente eliminando una sección (-gru-). Para complicar aún más el asunto, en muchos casos el mensaje traducido (la proteína) no sólo debe ser editado sino también “amasado” por medio de estructuras celulares ya existentes, de tal manera que adquiera la configuración correcta para cumplir su función.

Por ultimo las regions codificantes y no codificantes del ADN pueden ser modificadas por medio de metilaciones o de otras substituciones que activan o silencian a estas secuencias (a los genes). En algunos casos este tipo de modificaciones secundarias del ADN están influenciadas por el medio ambiente; incluso parte de ellas se pueden  heredar a la segunda generación (Park et al. 2016). Lo anterior demuestra que el medio exterior puede modificar al ADN, no solo mediante mutaciones, sino por modificaciones epigenéticas secundarias.  Es decir, las células poseen una maquinaria muy sofisticada que no solo incluye la trascripción de los mensajes, sino que ellos deben posteriormente ser editados, modificados, moldeados y translocados de tal manera que tengan sentido para la célula. Pag. previa - Siguiente pag.

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